Cultura
Los mal llamados “carros rusos”: una historia de ingenio, adaptación y pertenencia
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En la historia de la colonización agrícola argentina, pocas imágenes condensan tanto esfuerzo, ingenio y memoria como la del mal llamado carro ruso, también carro verde. Aquella estructura de madera maciza y hierro, con sus cuatro ruedas y su andar confiable y más dinámico que los conocidos en la región, fue durante décadas el símbolo móvil de la vida rural de los descendientes de alemanes del Volga en el Litoral argentino, la región pampeana y el noroeste chaqueño (J.J. Castelli) desde fines del siglo XIX y durante las dos terceras partes del siglo XX.
Sin embargo, pese a su nombre, poco tenía de ruso en sentido estricto. El apelativo se consolidó en el habla popular porque los inmigrantes que los trajeron --o, mejor dicho, los reconstruyeron con materiales locales-- provenían de aldeas alemanas establecidas en la cuenca del río Volga, entonces territorio del imperio ruso. El “carro volguense” no era importado ni producto de una industria extranjera: era un diseño transmitido por la memoria y perfeccionado en suelo argentino en tiempos cuando la soldadura no existía. Acostumbrados en sus aldeas rusas a fabricar herramientas, molinos y carros por su cuenta, los colonos comenzaron a experimentar con la suspensión mediante elásticos de acero, una innovación inspirada en los vehículos europeos de pasajeros.
Llegó a ser tan versátil que se las puede comparar, en cuanto a usos y versatilidad, con las actuales camionetas doble cabina, donde se podía compartir las dos líneas de asientos con una carga.
Su fama creció en la región hacia la década de 1920, cuando los compradores de otras provincias --e incluso de Uruguay-- empezaron a pedirlos como “carros rusos con elásticos”.
De la estepa a la llanura entrerriana
Fue una copia, una versión adoptada, mejorada, de los carros de pueblos anglosajones de Europa. En las aldeas de la estepa, el carro de batea de cuatro ruedas cumplía funciones múltiples: transportar personas, granos, animales o madera. Su robustez, simplicidad y capacidad para moverse en caminos precarios lo convirtieron en herramienta esencial de subsistencia. Al emigrar, los colonos no pudieron traer los carros consigo, pero sí su concepto: una plataforma baja, resistente, adaptable y fácil de reparar.
En Entre Ríos --especialmente en localidades como Aldea Protestante, Valle María y Crespo-- los primeros talleres de carpintería y herrería rural comenzaron a reproducir aquel modelo con maderas duras locales (lapacho seco en planta, ñandubay, espinillo) y herrajes forjados en el lugar. Pronto, los caminos entrerrianos se poblaron de estos carros anchos, pintados de verde los tableros y negro el remarco, con llantas metálicas y ejes reforzados. El “carro ruso” se volvió tan común que terminó siendo sinónimo de vehículo de trabajo campesino, apto también para ir a misa, hacer las compras o celebrar una fiesta. En cuanto a color, el autor de esta nota recuerda que uno de sus abuelos poseía dos de éstos, uno verde para tareas livianas y uso familiar, otro de tamaño un poco más grande y con elásticos reforzados, solo para carga, fabricado en Aldea Protestante, pintado de color rojo y negro.
Ingeniería criolla
El modelo básico era de una sencillez admirable: una batea plana de madera, montada sobre dos ejes, con ruedas de radios de madera y llantas de hierro, unidas mediante herrajes y pernos forjados a mano. Y no nos olvidemos del freno de mano. El tren delantero permitía un giro amplio, ideal para maniobrar en caminos angostos o para entrar al galpón con carga. Los primeros no contaban con suspensión, por lo que el golpe del terreno se transmitía directo a la estructura, lo que exigía habilidad al conducir.
Pero la creatividad local no tardó en intervenir. Algunos herreros y carpinteros, buscando sumar mayor comodidad o estabilidad, añadieron “elásticos” --resortes de metal o láminas flexibles adaptadas de antiguos carruajes-- que amortiguaban el traqueteo. Así nacieron los “carros rusos con elásticos”, híbridos de diseño campesino y refinamiento urbano. Esta versión más suave y elegante era la que se usaba en ocasiones especiales: bodas, procesiones, viajes para visitar familiares, o carruaje mortuorio en cortejos fúnebres, y obviamente, también cargas. Por eso, muchos recuerdan que el carro ruso era al mismo tiempo el camión y la limusina del colono, como tituló Paralelo32 una nota sobre este mismo tema, fechada el 24 de abril de 2018.
Una cultura del hacer
Cada comunidad tenía sus artesanos reconocidos. Los talleres familiares producían o reparaban carros completos con herramientas rudimentarias, pero con precisión admirable. Se torneaban los ejes, se ajustaban las ruedas con aros metálicos calentados al rojo y enfriados con agua --ese vapor blanco que salía era una postal habitual en los patios de taller--. Algunos carpinteros firmaban sus obras grabando iniciales en la batea, un gesto que hoy permite identificar piezas en museos y colecciones privadas.
El carro era, a no dudarlo, una extensión del hogar. Servía para transportar bolsas de cereal, herramientas, leña, animales; para llevar a los gurises a la escuela rural o al médico; para acercar a las novias a la iglesia, entre flores y cintas y los infaltables músicos que acompañaban con acordeón e instrumentos de viento. No había familia que no tuviera uno, a menos que fuera muy humilde, en cuyo caso alcanzaba para un sulky. Y como solía ocurrir con los buenos instrumentos de trabajo, se cuidaba con celo, se reparaba y se transmitía de generación en generación.
Testimonios y memoria viva
Algunos descendientes aún conservan recuerdos y anécdotas de aquellos carros. En Crespo, vecinos como Juan Glass contaron a Paralelo 32 que el primer modelo “salió de la Aldea Protestante” (entrevista de 1988) y se difundió de boca en boca entre los carpinteros de la zona. En museos municipales de las colonias, las piezas donadas llegan casi siempre acompañadas de un relato: quién la construyó, qué viajes hizo, cómo sobrevivió al paso del tiempo.
Los testimonios recogidos suelen coincidir en la admiración por su resistencia: “Ese carro no se rompía nunca –dicen--; si algo fallaba, el herrero lo arreglaba con lo que tenía”. También recuerdan la convivencia entre ambas versiones: los más antiguos, sin elásticos, para el trabajo diario; los más nuevos o “de paseo”, con suspensión, pintados y decorados.
Según aquel testimonio de don Juan Glass (fabricante hasta 1965) a nuestro medio, “el carro ruso salió de Aldea Protestante y de allí copiaron el modelo los demás fabricantes que luego proveyeron a colonos ruso alemanes de otras zonas entrerrianas”. Su afirmación pudo ser comprobada por Paralelo32 que obtuvo en 1996 un raído -muy deteriorado- cuaderno datado en 1899 en adelante, perteneciente a don Karl Schlothauer, quien se dedicó primero a la molienda de trigo y luego a la carpintería industrial, que continuó su hijo Otto. En el documento figuran nombres de colonos adquirentes y precios. La manufactura se completaba con el trabajo de herrería, que realizaba la casa Streich, al parecer pionera en la fabricación de estos vehículos traccionados por caballos.
Del campo al museo
A partir de los años 60 del siglo XX, los carros rusos fueron cediendo terreno a los camiones, tractores y camionetas. Pero lejos de desaparecer, comenzaron a transformarse en patrimonio cultural tangible --lo hacen posible unos pocos descendientes que los conservan para desfiles-- ocupando, además, lugares de honor en plazas y museos. Se los ve sobre pedestales en lugares públicos en Crespo, Valle María, Aldea Salto, Aldea San Antonio, Santa Anita.
Otros, aún con movilidad, se los exhibe en procesiones festivas y desfiles tradicionales, siempre con músicos transportados que transmiten la alegría de un pueblo que sufrió, pero buscó sus espacios para mitigar el alma con alegres polkas y valses que los acompañaron por dos siglos. Cada desfile es también una clase de historia viva: los nietos de aquellos colonos se suben al carro y sienten, aunque sea por un instante, el ritmo de otra época.
Párrafo aparte para Santa Anita, desde donde parte de tanto en tanto una caravana de carros que realizan largos periplos abrazando pueblos y aldeas con su música y la vestimenta típica de sus ancestros, que no se protegían la cabeza con gorros tiroleses sino con el sombrero o la boina y demás prendas adoptadas en la ‘nueva patria’; la que amaron y la mejor que pudieron darles a sus descendientes. Lo hacen con profunda identidad y sentimiento, movilizando emociones en el camino. Honor y gratitud para este grupo de amigos que saben y sienten lo que hacen, por haberlo visto en sus padres. Merecen ser registrados de todas las formas tecnológicas posible, y en la perpetuidad del papel diario, para que su acción prevalezca en el tiempo.
El sentido profundo del “carro ruso”
Referirnos a él como “mal llamado carro ruso” no es una corrección filológica, sino una reivindicación histórica: el modelo no es ruso sino volguense, y su perfeccionamiento ocurrió en Argentina. Fue un producto del saber práctico de inmigrantes que mezclaron memoria europea, materiales criollos y condiciones locales. En ese cruce de tradiciones se expresa algo más que una anécdota tecnológica: la fusión cultural que dio forma a nuestra ruralidad moderna.
El carro ruso simboliza la transición entre dos mundos: el de la tracción a sangre y el de la mecanización, el del inmigrante que aró a mano y el del agricultor que se subió al tractor y llegó a las cosechadoras inteligentes. Pero también condensa valores que no se oxidan: el trabajo compartido, la austeridad, la confianza en la palabra dada, la habilidad para arreglar lo que se tiene a mano. Cada tabla, cada clavo, cada herraje cuenta una historia de perseverancia.
Hoy, cuando en los museos o desfiles vemos uno de esos viejos carros pintados de verde con remarcos negros, con sus ruedas duraderas y sus herrajes relucientes, vemos algo más que un objeto antiguo. Vemos el fruto de una cultura del trabajo que unió generaciones y que, pese al paso del tiempo, sigue recordándonos que la historia alguna vez se movió, lenta, firme, sobre cuatro ruedas de madera y hierro, hacia el futuro.