Día del cooperativismo
El futuro era cooperativo y no lo supimos ver
Cada primer sábado de julio se celebra el Día Internacional del Cooperativismo. Y cada año repetimos, casi como un mantra, que el modelo cooperativo representa la solidaridad, la ayuda mutua, el bien común. Pero ¿no es hora de ir más allá del elogio ritual y preguntarnos por qué, a pesar de sus virtudes, el cooperativismo sigue siendo una alternativa marginal en un mundo que cruje?
En tiempos donde la tecnología prometió democratizar todo —la información, el conocimiento, incluso el trabajo—, lo que se consolidó fue otra cosa: plataformas que concentran poder, algoritmos que distribuyen desigualdades, y corporaciones que operan con lógica extractiva, tanto de recursos como de subjetividades. Frente a eso, el cooperativismo, con su principio de “una persona, un voto”, aparece como una anomalía del pasado. Sin embargo, tal vez estemos mirando al revés: lo que el mundo necesita para corregir su rumbo no es más innovación tecnológica, sino más innovación social.
Las cooperativas son, en esencia, una tecnología social ancestral. Funcionan como una especie de software comunitario, capaz de organizar producción, consumo, crédito, vivienda y servicios sin necesidad de maximizar ganancias ni sacrificar vínculos humanos. Donde una empresa tradicional ve competencia, una cooperativa ve colaboración. Donde el mercado ve clientes, la cooperativa ve socios. Y esa es una revolución cultural silenciosa.
Además, el cooperativismo plantea una economía de la confianza, algo cada vez más escaso en sociedades fracturadas por el individualismo. ¿Qué valor tendría una red basada en la confianza en un siglo que amenaza con automatizarlo todo, incluso las relaciones?
Tal vez el futuro era cooperativo, y lo pasamos por alto. Tal vez creímos que el progreso vendría de Silicon Valley, y no de un almacén de pueblo donde los vecinos compran lo que ellos mismos decidieron almacenar. Tal vez necesitamos repensar el desarrollo no como acumulación, sino como reciprocidad.
Celebrar el Día del Cooperativismo es, entonces, mucho más que rendir homenaje a una forma económica. Es preguntarnos qué humanidad queremos ser: la que compite por los restos o la que se asocia para sostener la vida.
En Entre Ríos
En nuestra región, el cooperativismo no es solo un modelo económico: es una memoria viva, un reflejo de cómo las comunidades se organizaron históricamente para resolver lo que el Estado no alcanzaba y el mercado no ofrecía. Nacieron cooperativas eléctricas donde no llegaban los cables, mutuales de salud cuando la atención médica era un privilegio, cooperativas proveedoras de agua potable, telefonía, acopio e industrialización de leche, ganaderos y agricultores hallaron en la unión la forma de salvaguardar sus intereses y crecer; almacenes y proveedurías donde los precios se pactaban entre vecinos y no desde oficinas en Buenos Aires.
En los pueblos de Entre Ríos, Santa Fe, Córdoba o el interior profundo del país, el espíritu cooperativo no responde a modas sino a principios y valores. Surge de la necesidad concreta de hacer las cosas juntos. Porque nadie se salva solo cuando el camino es de tierra y el asfalto está lejos; cuando el crédito no llega y hay que prestar el uno al otro; cuando se necesita un techo y se decide levantarlo entre varios.
Esas experiencias de base, muchas veces ignoradas por las grandes narrativas del desarrollo, son las que sostienen el tejido invisible de nuestras economías locales. La panadería que nació como una cooperativa de trabajo; la cooperativa de agua que aún abastece a cientos de familias; los tamberos que se agruparon para no vender su producción al precio que impone el intermediario. Todo eso es política en su sentido más puro: organizarse y unir fuerzas para vivir mejor, sin depender del favor ajeno.
Y aunque las cooperativas no hagan lobby, ni paguen campañas, ni prometan milagros, resisten. A veces en silencio, a veces en crisis, pero con una dignidad que no cotiza en bolsa.
En el mundo rural, en los barrios populares, en las pequeñas ciudades que no figuran en los radares de la alta política, el cooperativismo es más que una forma jurídica: es una ética cotidiana. Una cultura que ojalá dejemos de mirar con condescendencia y empecemos a mirar con esperanza.