Voces de mi biblioteca personal
** Algunos libros he leído en mi vida, que luego pasaron a formar parte del panteón llamado biblioteca personal. Aclaremos esto; las bibliotecas se definen según las perciben sus usuarios. La mía está allí, inmóvil, sin clasificación, y desde su letargo me atrae ocasionalmente con su discreto resplandor. En fugaces espacios de tiempo me asomo a ella para refrescar títulos y autores y recordar, en lo posible, lo que me dejaron. Me proporciona un placer efímero comprobar que mi memoria aún responde a ciertos estímulos, escapando a esa declinación por desgaste de las arenas del tiempo, que auguran los neurólogos, de la que uno siempre espera ser la excepción.
** La defino como un panteón de conocimientos e ideas geniales, de pasado y presente, de razonamientos únicos, geniales, equilibrados por infaltables textos superficiales, bien o mal logrados, y otros a los que amamos por aprecio o quizás amistad con el autor, que además tuvo la gentileza de estamparle una dedicatoria. Panteón porque allí los espera su sueño eterno, esperando sin embargo el milagro de recuperar instantes de luz cuando alguien de la descendencia considere interesante leer alguno, o en espera de que su dueño los done a una biblioteca pública, donde alguna búsqueda extraviada llegue a ellos y los haga sentirse nuevamente vivos y útiles.
** Por esta misma razón escribí hace tiempo, bajo el influjo de la tristeza que me causaba buscar un recóndito sitio donde inhumar el pesado patrimonio de una colección de diccionarios (mas bien enciclopedias) Espasa Calpe. ¿Quién consulta un diccionario en papel actualmente? Ni hablar de su sombrío futuro, por cuanto carecen del beneficio de hacer un clic y hallar instantáneamente lo buscado. El texto literario, en cambio, guara entre sus tapas la esperanza de brindarle nuevos buenos momentos a las generaciones siguientes, que no deberían defraudarlos.
Buenos y malos muchachos
** La memoria suele invitarnos a regresar a la biblioteca en rescate de algún libro, que quizás tenga esa suerte de resurrección y muerte por única vez. Allí encontraremos historias de traiciones y corrupción de principios del siglo 19, de las que en la escuela nos enseñaron a respetar de pie, con los guardapolvos bien planchaditos y el pecho henchido de asombro por las proezas de aquellos héroes. Pero no todos fueron honestos ni todos peleaban por la misma causa aunque fueran vecinos del pueblo. Si. Grandes guerreros de la Patria supieron vender su lealtad por un puñado o un baúl de monedas. Se salvan las heroicas mujeres que siempre fueron leales a la causa. También numerosos libros sobre la corrupción en nuestro país, sin olvidar los de nuestra provincia, de Daniel Enz.
** Y si quisiéramos mirar al mundo, elegiría volver sobre ‘Intelectuales’, de Paul Johnson, para recordar una vez más que muchos de aquellos laicos que sustituyeron a sacerdotes y escribas en la tarea de diagnosticar y curar los males de la humanidad con la ayuda de su intelecto, no fueron moralmente intachables (por decirlo indulgentemente) en sus vidas privadas o públicas (Rousseau, Marx, Ibsen, Tolstoy, Hemingway, Russell, Brecht, Sartre y tantos otros). Por algo Sartre, cuyos pecados también desnuda Johnson en este viejo libro, se justificó y justificó a todos al expresar que ‘los hombres no están a la altura de sus obras’. Algo así como… somos unos genios pensando en cómo se debe pensar y actuar sobre el planeta, pero qué le vamos a hacer si nos gusta vivir libremente, las caderas finas y desobedecernos a nosotros mismos.
Tomá vos y dale a Braulio
** Por lo que se observa hoy en muchos de nuestros dirigentes, de aquellos genios parece haber influido más su lado oscuro. Casi no quedan ideales ni ideología, o se los usa vilmente para currar. Los corruptos, demagogos, aspirantes a dictadores, rufianes, incapaces y portadores de otros vicios, que por años se turnaron en los despachos del poder, han resultado en el tiempo una bacteria que se fue multiplicando y enquistando en el tejido político y militante, hasta un punto sin retorno.
** Al amparo del crecimiento de la pobreza, ya son millones los que le ponen precio a su voto y se han multiplicado por decenas de miles los porongos barriales, que se constituyen en una especie de puerta única para que un político en campaña pueda ingresar al barrio. Son una especie de sucursales del Ministerio de Desarrollo Social de la Nación, precisamente el que se ocupa de desarrollar la pobreza.
** Los gobiernos crean la pobreza para ser luego los que recurren a este método para proveerles de mercaderías y dinero a los “porteros”, encargados de distribuirlos en barrios miserables donde los beneficiarios piensan que le deben gratitud y mucho más al proveedor. Le agradecen con lágrimas la muleta al que les quebró la pierna. Con el tiempo las dádivas se transforman en derechos adquiridos.
Se acabaron los giles
** En los albores de este último periodo constitucional (te hablo de cuando ingresar al Estado en una categoría alta significaba solo el sustento diario de tu familia pero no te hacía millonario), los candidatos llegaban a nuestros pueblos en sus automóviles, se trepaban a un acoplado estacionado en un lugar estratégico a modo de palco, arengaban a los ciudadanos y esperaban que el periodismo hiciera el resto, porque era su deber. Alguien donaba un ternero, se hacía un almuerzo por tarjeta y a seguir marchando por las rutas.
** El desorden comenzó cuando colgaron los pinceles y los tarros de engrudo los jóvenes que salían a pegar afiches para estampar los nombres de los candidatos. Lo hacían a cuenta de nada o quizás de un modesto puestito a mediano o largo plazo, hasta que se acobardaron de ver que los funcionarios comenzaban a enriquecerse, a fines de los años 80. Entonces exigieron ser parte del festín. En adelante, a falta de plata se les hacían promesas de trabajo. Así fue como se superpoblaron los despachos y oficinas del Estado con personas que ni siquiera creían que debían trabajar, porque se trataba del pago de un favor. ** Como la demanda creció infinitamente porque el premio era bueno, hizo falta plata y solo el método ilícito podría resolverlo en un país donde la anomia es casi una religión y donde los organismos de control de Estado son nombrados por aquellos que deberán ser controlados.