Mangrullo
Aprender desde lo anecdótico
** ¿Para qué nos sirven las celebraciones? ¿Aportan algo los “Día de”, las fechas patrióticas, las religiosas…? ¿Nos enseñan algo? ¿Nos informan sobre algo?
Einstein dijo que la educación es experiencia, lo demás es información. Y bien, pongámosle que en cada día de guarda o de feriado, o una simple efeméride, hay información sobre algo específico. ¿La asimilamos todos? No, por cierto que no. Para enseñar o informar no basta con que haya maestros o fuentes de enseñanza, o comunicadores, si no hay personas con ánimo de aprender o informarse.
** Todo el aire que nos rodea, todas las ondas, las voces, imágenes, oraciones, letreros, bites… hacia donde se mire hay información y si ésta es de buena calidad resulta muy formativa (si queremos evitar la palabra educativa). Pero cada ser humano elige si quiere leer, oír, ver, alguna huevada o algo que aunque más no sea en minúscula proporción contribuya a su mejor formación.
Hay maestros. Hay informadores. Pero ¿para qué serviría el aguatero si no hubiera sed?
** Si Einstein tenía razón –y es imposible que no la tuviera- está claro que aprendemos mucho por experiencia y me gustaría agregar, sin ánimo de distorsionar aquel acierto, que la experiencia muchas veces nos permite recordar solo lo accesorio, lo anecdótico, pero nos acerca a lo profundo, nos va madurando y perfeccionando con en el tiempo.
** Quizás esta afirmación quede más clara si apuntamos algún ejemplo práctico, y para ello buscaremos la fecha especial más cercana… El Día de los Fieles Difuntos.
Los heladeros nunca fallaban
** Los hombres y mujeres que ya pasaron largamente las cuatro décadas, seguramente nos darán un like en el siguiente párrafo, a menos que no hayan vivido lo suficiente.
** Los que hoy están en edad o situación de comprar helado para sus nietos, no tendrán que esforzarse para recordar que cuando éramos gurises las heladerías no estaban abiertas todo el año ni existían los postres helados. Es más, en los pueblos de cinco a ocho mil habitantes ni siquiera había heladerías. Estaba, eso sí, el heladero, que iniciaba su trabajo de producción y venta justamente cada 1º de noviembre. Ese día se instalaba cerca de la puerta del cementerio, convirtiéndose en la única razón por la cual acompañábamos a nuestros padres con muy buena disposición a ese lugar tan lúgubre.
** Ya no se ven coronitas de rosas hechas sin imaginación alguna con papel crepé de color azul o blanco, para poner en las tumbas. Hasta no hace muchos años, cada vez que las veía, pensaba: A éstas las vendía el primer día de noviembre en el cementerio, un matrimonio que estaba instalado un poco más acá que el heladero. Al matrimonio yo lo descubría último.
** Allí, y en esa fecha, aprendíamos. En las aulas nos enseñaban quiénes fueron San Martín, Belgrano, Sarmiento, los egipcios, los fenicios… y quizás hasta nos hayan dicho desde el aburrido marco de un oscuro pizarrón, que el Día de los Muertos es una celebración mexicana de origen mesoamericano que honra a los difuntos el 1 y 2 de noviembre. Que la cristiandad, viendo que esa conmemoración muy arraigada movilizaba mucho a los pueblos antiguos, sobre todo a los más supersticiosos, resolvió no contradecirlos sino instalarles durante esos dos días el Día de los Fieles Difuntos y tras cartón el de Todos los Santos. Si no puedes vencer al enemigo, confúndelo.
El precio del helado más deseado
** Aprenderlo teóricamente nos costaba un esfuerzo intelectual, en cambio nos resultaba bastante más sencillo aprender in situ algo más sobre el tema. Allá íbamos de la mano de nuestras madres, rumbo al camposanto. ¡Por el helado íbamos!, y el precio a pagar era pararse frente a un vetusto panteón que cuando nuestros padres abrían su puerta a tirones nos golpeaba la cara como un almohadazo de espeso olor a humedad y ratas muertas.
** Alrededor se vivía una especie de fiesta donde los muertos eran invitados de piedra. Parientes que venían de lejos se saludaban efusivamente por el tiempo de no verse ni saber algo uno del otro (no había whats app). Y como eran de lejos, llevarse una gallina hervida para almorzar al mediodía constituía otro ritual ineludible. Después de todo la Iglesia nunca dijo que fuera día de ayuno. Y de la gallina a las botellas de vino y del vino al papelón….
** Allá estábamos. De fiesta en el cementerio, soportando el baboseo de cuanta tía abuela pegaba el grito: ¡Ay, no me digas que éste es tu nene (o tu nena)! ¡Por faaaaavoooorrrr cómo ha crecido! Y uno, poco avivado y criado en la misma cultura, se ponía contento por saberse crecido, como si lo contrario no fuera una anormalidad.
** Ese era el problema. El helado se terminaba en un instante y nuestros padres y abuelos tenían planeado pasarse unas cuantas horas en el lugar. Eventualmente encontrábamos a algunos primos, con quienes la conversación no pasaba mucho más allá de preguntarnos qué sabor de helado habíamos lamido. Chocolate y vainilla, era la única respuesta posible. Quizás a la pregunta la hacíamos con la esperanza de enterarnos que el pérfido heladero nos había ocultado que tenía también un sabor crema.
Alegría entre el nicherío
** Ibamos después del almuerzo los que vivíamos en el pueblo y encontrábamos a los tempraneros que venían de lejos por la mañana, para retirarse “antes que se haga noche”. Y allí se aprendía por observación. ¡Claro que se aprendía! Nuestras madres se ocupaban de informarnos sobre nuestro árbol genealógico, aunque desordenadamente.
** Salíamos con ellas a recorrer tumbas abandonadas de fieles difuntos y también de los infieles (¿quiénes somos nosotros para juzgarlos? decía con rostro solemne la tía Líspet), en las cuales, por compasión, se dejaba alguna flor de descarte (las lavaditas que se retiraban de las tumbas de nuestros parientes, o alguna nueva de papel crepé azul o blanco), y si la tumba abandonada era de algún conocido o familiar, nos explicaban de quién se trataba.
** Por allá la cruz inclinada de “un angelito” que vivió solo tres días y todavía hay que blanquearle la tumbita a 85 años de entonces. Acullá mi bisabuelo paterno, foto con cara de cosaco en plan de ataque.
A mis diez años de edad yo ya podía sorprender al encargado del registro del cementerio informándole a quiénes guardaban algunas tumbas desconocidas.
** La conversación por esas horas podían darse más o menos así:
–Madre: Este es el hermano del abuelo de la Martita, ¿te acordás de la Martita?
_Hija: ¿La nena que hace poco fue a casa con el carpintero don Chacho?
–Sí, esa. Bueno, acá enterraron a un hermano del abuelito de ella.
Mientras duraba esta ilustrativa conversación nos leíamos la vetusta placa que quizás quedaba bajo la olvidada cruz, memorizando un nuevo nombre.
Según pasan los siglos
** Así se iba aprendiendo. Claro que sí. Por lo menos cuando nos volvíamos a ver con la Martita teníamos tema de conversación. A la par que íbamos conociendo a muchos vivos y otros no tanto del pueblo, que socializaban en el lugar, y también nos poníamos al tanto de los que alguna vez habitaron el pueblo y fueron declarados prescindibles por Tata Dios.
** Aproximadamente trescientos años antes del nacimiento de Cristo, los Celtas vivieron en las Islas Británicas, Escandinavia, y Europa Occidental. Eran una sociedad como cualquiera de las de hoy, pero sus usos y costumbres fueron controlados por una sociedad de sacerdotes paganos llamada los druidas.
Ellos adoraban y servían a Samhain, dios de la muerte. Cada año, el 31 de octubre, los druidas celebraban la víspera del año nuevo céltico en honor de su dios Samhain y les hacían a unos cuántos el alto honor de degollarlos.
** Con el advenimiento de Jesús, que vino para pisarle la cabeza a Mandinga, el maligno derrotado reunió a sus militantes en la Tierra, que crearon las iglesias satánicas, donde cada 31 de octubre realizan sus rituales para maldecir a Jesucristo y planear maldades con los espíritus de sus muertos, que ese día son liberados.
A su vez, de éstos deriva el Halloween, una fecha muy preciada para las iglesias satánicas del mundo entero, a la que millones de cristianos se prenden festivamente creyendo que se trata de un invento muy divertido, muy chic, muy inocente, de los siempre ocurrentes norteamericanos.
** Y así pasan los años, mientras parece que aprendemos pero algunas cosas no cambian.
** Un aplauso para el asador.