Las etiquetas de la cultura y cómo impactan en el deporte
La cultura está llena de etiquetas, nos sitúa en uno o más planos de posibilidad, nos impone una serie de hábitos mientras moldea nuestra perspectiva en base a tantos condicionantes como se pueda pensar, aceptar o entender.
Intento hablar de cultura para referirme al deporte en sentido amplio, como un modo de vida, y cómo empezamos jugando y terminamos adoptándolo como la píldora mágica, casi religiosa que combatirá sobrepeso, estrés, mal humor, depresión, ayudará a socializar, cambiar nuestro aspecto, etcétera, haciéndonos menos o más conscientes de ese camino.
No suelo hablar tanto de lo que he aprendido practicándolo, entrenándolo, padeciéndolo en más de tres décadas, pero en mi entorno empiezo a ver las cicatrices de aquellos años del no pain no gain (sin dolor no hay ganancia o beneficio).
Y es que hasta no hace tanto, uno se sentía bien y se veía relativamente saludable, hecho que aún persiste, pero hay señales de un cambio, internamente entendemos y juzgamos opciones desde otra perspectiva. Ya no buscamos sensaciones sino una respuesta a todo. Un para qué seguir.
Cruzar límites no es cruzar tu mar, el deporte competitivo no es un juego en sentido estricto, es un trabajo, se vivencia como tal, y cansa, agobia, enoja, preocupa, y como toda labor no siempre paga bien; rara vez paga, generalmente cobra hasta el mismo vencedor, porque nada es gratis. Nada.
¿Intentas hacer algo nuevo?, adelante. No estamos aquí para derribar la columna de hierro forjado que implica la actividad física, para nada. El sedentarismo y la comida procesada están 24/7 dedicadas a eso.
Nosotros hablamos desde un minúsculo lugar de experiencia, rozando lo que algunos llaman el alto rendimiento, aunque ya no, cierta vez lo intentamos, hicimos lo que decía el manual, ese; aquel; y este otro. Cumplimos a rajatabla y dentro de la vida que nos tocó: ser un deportista dentro y fuera de ese escenario (o como le gusta decir a los futbolistas: dentro y fuera de la cancha). Sin embargo, con el triunfo, de la categoría, de la franja de edad, de promocionales, y quizás alguno de nosotros de Elite —que no es mi caso. El después no tiene nada de glorioso, incluso arroja un: ¿y ahora qué?… ¿Esto era todo?
“Ganar se volvió un hábito”, me dijo alguien una vez, y vaya si lo decía quien sabía de qué estaba hablando. Y continuó: “Pero aprendí mucho más cuando no se daba esa circunstancia”, me replicó.
Aquella persona hace poco tuvo un breve y por suerte mínimo problema de salud, que a todos nos ha hecho mirarnos al espejo para convencernos que no somos Ironman (hombres y/o mujeres de hierro), más allá de la etiqueta, avanzamos en edad y no en convencimiento, o tal vez sí, pero no lo terminamos de aceptar.
Hay cuestiones inexorables, y no hablamos de la muerte tan sólo. Hay sensaciones que perdemos con el paso del tiempo, sentidos que ya no son tan agudos o nítidos, respuestas físicas y mentales que se adormecen. Luchamos, claro, no sabemos otro modo. Intentamos resistir, leemos, estudiamos idiomas, vamos a yoga, hacemos pesas, crossfit, natación, caminamos y corremos con nuestras mascotas. Y al final del día, ¡pufff! Qué pasó, dónde está ‘eso’ que embistió mis rodillas y cintura, seguro no lo vi venir pero pegó duro.
Quizás en ese aprendizaje de todo o nada, por el honor y la gloria, no aprendimos a soltar, porque no vemos otras razones más importantes que éstas. Nuestro ego suele sentirse herido en lo más profundo, atravesado por esa nueva generación que todavía no vio lo que nosotros, y va por todo, por ese mundo que los seduce con espejitos y medallas de colores. ¿Tenemos derecho de advertirles?
Nuestros viejos han sido sabios en muchos sentidos, pero con los años hablan cosas como: ¡yo sí que trabajé! ¡No había día con lluvia o frío que nos detuviera! ¡Para lograr algo importante, hay que sacrificarse! Y sí, allí también, en esas etiquetas nos enseñaron a no renunciar, pero en el deporte, donde no hay más que decir: bueno, chau. Nos vemos. ¡Suerte! Decidimos no aplicarlo, al menos en ciertos deportes a los que abrazamos como si fuera el elixir de la vida.
Para qué seguir forzando, para qué ir hasta allí donde la razón se confunde con la pasión. Bueno, quizás nos hicimos adictos a esa sensación. A esa gloria efímera. Y funcionó, años funcionó.
Ahora, cuando exigirse no paga de igual manera, donde ya no tapa sino desnuda cosas que necesitamos pensar, hacer y revisar. Competir contra el paso del tiempo, nos abofetea el rostro y sacude de ambos brazos obligándonos a despertar.
¿Debemos parar? ¿Detenernos en cero? El manual o librito de cabecera dice: no. Algo tenés que hacer. Pero no todos parecen tener escritas las mismas afirmaciones, tajantes, irrenunciables. Volvamos a la cultura, a esas etiquetas que nos impuso, y pensemos si allí no está el origen de estas cosas. No en tal o cual profesor, ni aquel que me entrenaba cuando pasó tal cosa. Quizás entendimos mal de qué iba todo esto, y estamos a tiempo de reconsiderar el para qué. No ya para ‘ganar’ o ‘vencer’ sino para entender por qué hacemos algunas cosas y dejamos otras en el camino. Una carrera es eso, un camino hacia un lugar, un recorrido, ¿¡y vos, dónde estás ahora!?