La Navidad y el tiempo
Si Dios me concediera un deseo le pediría controlar el tiempo. Entonces, volvería al pasado, un 24 de diciembre cuando niño. Como me encargaría muy seriamente de revivir a la perfección ese día, la retrospectiva empezaría a la mañana. Allí vería a mi madre eligiendo el mantel para la noche, limpiando las mejores copas y seleccionando las vajillas de plata. También estaría mi padre, el hombre más alto y fuerte del mundo, cargando el carbón y preparando la carne para el asado.
Con mi hermano experimentaríamos una mezcla de olores y colores. El aroma del árbol de Navidad y sus bolitas, el tintineo hipnótico de los juegos de luces y la disparidad de los ornamentos navideños desperdigados por la casa. Todo lo anterior estaría exacerbado por la espera de un regalo.
Cuando miraba la existencia desde varios centímetros por debajo, la respuesta a todo era la magia. ¿Cómo hacía Papa Noel para llevar regalos a todo el mundo él solo y con puntualidad suiza? Magia. ¿Cómo alguien tan corpulento hacía para burlar mis ojos vigías y los de mi hermano? Magia. Ah, ¿y qué pasaba si alguien intentaba robarle los regalos? “Pues esa persona se congela inmediatamente al tocar el obsequio”, me había contestado una amiga de la familia, como quien suelta una perogrullada.
Pero sé que no puedo volver a esa imagen y parar el tiempo mientras todos reímos en la mesa ante un chiste de uno de los muchos invitados. No puedo retornar a ese piscolabis donde mi mamá me dejaba mojarme apenas los labios con champán. No puedo regresar a ese tiempo donde no estaban adosadas las críticas al capitalismo o la religión. No puedo llenar las sillas ahora vacías.
Sin embargo, no intentaré robar la Navidad como un Grinch rabioso, después de todo siempre hay nuevos miembros que llegan como un bálsamo para el alma supurante. Y debido a que sé que no viajaré en el tiempo, me contentaré con cerrar los ojos y jugar, por última vez, a que creo en la magia.
(Por Santiago Minaglia)