Hoy celebra los 100 años de vida, doña Sara
Crespo (Por Nora de Sosa).– Hoy miércoles 17 de febrero doña Sara Waigandt tiene el privilegio poco usual de celebrar un siglo de vida. “Tengo 99 años, voy a cumplir los 100; con los trabajos pesados que yo hice nunca pensé que iba a llegar a esta edad. Me lo regaló Dios” –dice muy resuelta esta mujer que abrazó la vida con trabajo y dedicación para procurar el bienestar de los suyos.
Mientras espera con absoluta naturalidad soplar las velitas de su cumpleaños centenario, con los más cercanos y quienes puedan llegar de más distancia este día, por la situación sanitaria actual que no permitió organizar un festejo como el previsto, Sara nos recibe en su casa dispuesta a realizar un repaso de muchos episodios de su vida, siempre vinculada a las tareas rurales y su hogar. No parece que tuviera cien años. Labios y uñas pintadas, la infaltable crema que nutre la piel de su rostro y un magnífico semblante.
Nació en 1921 en Don Cristóbal, inmediaciones de Aranguren, en un hogar muy humilde donde se criaron diez hermanos, la misma cantidad de hijos que le dio la vida posteriormente, cinco de una pareja que nunca les dio su apellido y otros cinco con su segunda pareja, que decidió cobijar también a los primeros retoños para construir una familia numerosa.
Llegaron a Crespo por el año 1947, cuando era un pequeño poblado de calles de tierra y pocas construcciones, y se afincaron donde vive hoy, en la actual calle Cepeda casi Laurencena, junto a las vías del tren. Tiene una casa confortable construida por uno de sus hijos, aledaña a aquel ranchito reemplazado por otra construcción. Allí, transcurre sus días en compañía de Haydée, la menor de todos, que está dedicada a prodigarle los mejores cuidados, aunque ella se vale por sí misma para bañarse, cambiarse y desplazarse por la vivienda. La pandemia, lamentablemente, le quitó el tiempo de caminatas por la vereda de su cuadra. Sara tiene alguna dificultad para escuchar bien, pero lee sin anteojos.
“Cuando llegamos del campo, de Don Cristóbal a Crespo, a algunos de los hijos los traje medio grandecitos ya –relata-. Mi marido le dejó uno a la abuela para que no quede sola, pero pasado el tiempo se lo pidió para mandarlo a la escuela. Ese hijo cuando hizo el servicio militar se enganchó en el ejército, siguió la carrera de militar y terminó como suboficial mayor”.
Su vida se sustentó a base de muchos sacrificios, fue muy humilde, pero siempre se sintió dignificada por el trabajo. En su lugar de origen, para traer el pan a la mesa y criar sola sus primeros cinco pequeños retoños, trabajó a la par de su madre en tambos, en tiempos donde se ordeñaba a mano; o deschalando maíz. “Subía arriba de la máquina y emboquillaba lino o trigo –detalla Sara- y cuando las máquinas cosechaban, cosíamos bolsas. El trabajo más liviano era preparar el mate cocido y fritos para vender en los campos a la hora de la merienda de los peones en tiempos de cosecha”.
“Vine a Crespo –cuenta- y en ese tiempo había puros trabajos de hombre”. Pero no se achicó frente al desafío. A la par de su pareja “cortaba adobes, cargaba el pisadero de obras de ladrillos, sacaba maíz con la maleta, piedra del arroyo La Ensenada del campo de Saluzzio y arena que acarreábamos de Puiggari para los Waigel”. Llegó a cortar 2.500 adobes por día; sacar y limpiar piedra de arroyo hasta para tres camiones en un día. “Cortaba lindo -señala orgullosa de su trabajo-, el dueño de la obra, don Domingo Ramírez, le decía a mi marido, les gana a ustedes, corta mejor ella”.
Ni siquiera sus embarazos fueron excusa. “Ponía la maleta a un costado del cuerpo y seguía trabajando, sacando maíz”. Los hijos más grandes quedaban en la casa y los más chicos iban en el carro con ella y don Leiva, a la obra de ladrillos. “Era limpiar la teta traspirada, amamantarlos y seguir trabajando” –cuenta con una naturalidad sin imaginar que nos está relatando una vida de hazañas cotidianas.
A su regreso la esperaban los trabajos de la casa. “Lavaba la ropa, cocinaba y pintaba mi casita de noche con carburo remojado en agua de penca, que hacía de sellador, al otro día se la veía bien blanca y salía otra vez a trabajar.” La ropa quedaba tendida a la noche, recolectaba lo seco al levantarse y al mediodía al volver de cortar adobes le tocaba el turno a su plancha a carbón.
“Nunca compré fideos, siempre los hice, amasaba el pan, teníamos gallinas, chanchos, una vaca prestada para tener la leche. Un hombre amigo nos había prestado dos y tuvimos la mala suerte que una subió a la vía y la mató el tren. No la lastimó, le pegó el golpe nomás. Carneábamos un chancho, comprábamos un poco de carne de vaca y hacíamos chorizos” -recuerda. Aún así, con semejante esfuerzo, en su casa cocinaba “lo que me daba el bolsillo”. “Hacía ravioles, capelletis, todo lo que me piden sé cocinar”. Y el agua se buscaba del surtidor ubicado en el primer puente.
Así y todo, tenía para dar: Antes de salir a buscar el agua, un chorizo iba al balde para su amiga que vivía cerca.
¿Qué más tendría que contarnos Sara para acrecentar nuestro asombro, que ella ni siquiera advierte? Su hija apunta que el último trabajo que hizo en el campo fue juntar bosta de caballo para las obras de ladrillos y después de eso durante 20 años vendió cosméticos. “Vendía Via Valrossa, recorría todas las casas, primero las de más lejos y dejaba las de más cerca para la tardecita. Vendía entre 100 y 200 productos por campaña”.
Doña Sara no se priva de nada a la hora de comer, ni siquiera de un puñado de chicharrones de vez en cuando. No sabría decir cuál es el secreto de cumplir tantos años. “No me siento vieja, me cuesta un poco caminar, pero como bien, descanso bien y ayudo en lo que me dejan hacer. Nunca fumé ni tomé”- dice.
La vida le regaló unos pocos nietos más que la cantidad de hijos que tuvo, muchos bisnietos y tataranietos. La mayor de sus hijas es Teresa, vive en Paraná y próximamente cumplirá 82 años. Cuando nació, Sara la amamantaba y hacía lo propio con su hermana que ahora vive en Ramírez y cumplirá los 82 al día siguiente de sus 100 años. “Mamá salía a trabajar –dice- y yo amantaba a mi hija y a mi hermana. Nos adoramos”.
Salvo una cirugía de vesícula y otra del útero, y alguna infección urinaria, goza de muy buena salud. “No me resfrío y nunca me engripé”- dice.
Para ella, el tiempo pasado fue mejor. “La gente no era mezquina, era generosa, no era egoísta”. Ella misma lo demostró en acciones, compartiendo los productos de su huerta o los embutidos que repartía con un plato para que los pudieran probar los vecinos; en su casa siempre había algo para los demás.
(Fragmento de la nota publicada el sábado 13 de febrero)