De cómo nos volvimos rockefellers del tercer mundo y más abajo
La depreciación de nuestra moneda se expresa en varios indicadores económicos precisos, desde el riesgo país a la pulseada con el dólar, pasando por la actualización casi permanente de precios, y mil variables más que los economistas se pelean por explicar mejor y cuantitativamente.
Pero en un país que va rumbo al 50 por ciento de su población en la línea de pobreza, algunos todavía nos podemos dar el lujo de llamarnos ‘millonarios’. Sí, usted me dirá: ¿qué bicho te picó ahora? A las pruebas me remito: si con mucho esfuerzo usted logró tener su casa, y al menos construyó unos cien metros cuadrados, es millonario. El valor de ese inmueble debe rondar los cuatro o cinco millones de pesos, ni hablar si además tiene un patiecito y una parrillita; y ese auto, sí, el que le está costando un Perú cambiarle las cubiertas, también vale un millón, no importa que esté próximo a cumplir la década o la esté pasando. El autito más simplón vale eso y más.
Tengo un amigo que compró una bicicleta de competición, en aquellos tiempos le costó unos buenos pesos, pero hoy, ¿adivine qué? Sí, acertó, vale un millón y ‘piquito’, que son cien o doscientos mil más.
Pero estos son gastos suntuarios, de bacán me dirá, pero no es así, hace poco un productor agropecuario posteó una cubierta de tractor enfrentada a un auto para mostrar que no podían tener un precio similar dos bienes que bajo ninguna circunstancia son comparables, ni en desarrollo ni en uso. Y así mil ejemplos más…
Quizás porque todo sector que veía amenazado su valor de mercado se actualizó y con ello nos puso en esta incómoda situación de millonarios sin serlo.
¿Qué es lo primero que pensamos cuando escuchamos esta palabra? Ya que están de moda las series, podemos decir desde Dallas, Falcon Crest, Dinastía, hasta la catarata de malas copias colombianas o mexicanas que intentaron emular esa fastuosidad mientras el mundo normal iba por un costado y más abajo también.
Tal vez en este tiempo, si puedan recibir esa catalogación políticos corruptos, narcos, visionarios inversores de la era digital, músicos de éxito, famosos de ocasión, etcétera, que gastan sin mesura imponiendo una imagen de lo que implica esa denominación.
La nobleza europea vivió algo parecido cuando los mercaderes empezaron a ganar más de lo que debían gastar para detentar ese lugar dentro de la sociedad, incluso empezando a disputarles importancia en el concierto de billetera mata galán. Antes —y ahora también— significó una necesidad de status, gastar para mostrar que se puede, pero también que debían hacerlo para diferenciarse.
¿Qué tenemos que hacer nosotros frente a ese pasado o el presente de quienes realmente amasan fortunas sin el mínimo pudor en gastarla? Porque también están los que la amarrocan como si alguien les aseguró larga vida. Pero es otro tema.
Aquí, como nuevos millonarios, no tenemos en qué ni con qué ostentar ese título, cuasi nobiliario, porque alguien nos puso ahí sin pedirlo, casi como una herencia cargada de impuestos a pagar; y del que nos cuesta salir porque el peso argentino nos juega una broma macabra del tipo: más no siempre es mejor.
Tal vez usted se sienta millonario cuando hace cola en el cajero y espera ese alto de billetes de cien que necesita para cubrir los miles de pesos que cobra de jubilación. Hasta que va al súper, o a cargar nafta y chau efectivo. Se esfuma como si hubiera de dónde extraer más para volver a engordar esa billetera que dibuja una sonrisa cuando se muestra, pero en el fondo es un papel que pierde valor todo el tiempo. Mientras escribo en esta computadora que se salva de ser millonaria, por poco, usted es un tanto más millonario y pobre a la vez, piénselo. Algo seguro irá a comprar que ha subido en cuestión de días, y ya no le alcanza con lo que llevaba antes de ayer, y saca, tarjetea, pide disculpas en el mejor de los casos, y sigue siendo millonario o millonaria, que es lo mismo.